La ensalada de alubias estaba un pelín ácida. Me he dejado dos bolitas en el plato muy separadas entre sí. No parece que se vayan a hacer amigas en el poco tiempo que les queda antes de que acaben mezcladas, descomponiéndose, con los restos del café en la basura. No hay postre sobre la mesa. Todavía quedan algunos helados de chocolate en la nevera. No me apetece nada.
Pienso, mientras pellizco con dos dedos un trozo minúsculo de este mantel blanco, en que me gustaría hacerme amiga de una persona de ochenta y tantos. Me encantaría tener una amiga vieja. La palabra «vieja» suena mal pero a mí me parece preciosa. Cuesta muchísimo tiempo hacerse vieja. No sé quién dijo por ahí que «llegar a vieja es un mérito».
Nos hacemos viejas, ¿y qué? No sólo mayores. Mayores nos hacemos con dieciocho. Después, con suerte, se van amontonando los años sobre la carne —y la frente y encima de las rodillas— y nos vamos haciendo viejas, aunque la cabeza tenga otros planes.
Ojalá consiga hacerme amiga de alguien mayor, muy mayor, alguien sin un vínculo familiar: una amiga. Una amiga que me saque treinta o cuarenta años. Que haya vivido mucha vida: dos o tres vidas. Que haya olido la muerte y que, por lo tanto, entienda algo más sobre qué es esto de vivir de verdad. Una amiga vieja que entienda poco lo que hacen ahora los jóvenes. Que le pille muy de lejos la moda de la inmediotez. Una persona mayor, una amiga vieja que tenga una perspectiva de ocho décadas y hable desde el futuro con una voz firme llena de costras. Alguien que vea este mundo desde arriba con unos ojos pequeños y lejanos, con esa mirada de pájaro que sólo dan los años: uno dentro de otro y de otro y de otro como una matrioska.
Si tuviera una amiga así, iría todos los sábados a su casa a la hora de comer. Yo llevaría una pizza de quesos a la que le añadiría mucha cebolla. La hornearíamos juntas mientras tomamos Bitter Kas y aceitunas. Después, con la pizza ardiendo, ella estiraría de los bordes sin destreza. Yo dejaría algunos en el plato. Me quedaría horas y horas escuchándola hablar, mirándole a esos ojos diminutos enmarcados por un montón de piel doblada sobre sí misma, como las que cierran las gyozas. Ella se callaría al acabar y me preguntaría inquieta: «¿y tú qué piensas sobre esto?». Yo le devolvería una respuesta sincera —con un aroma mentolado y fresco— con la que ella se rociaría la cara.
Y así todos los sábados hasta que una o la otra nos mezcláramos con los restos del café de la basura.
Amigas —la una de la otra— sin edad.
Me encanta, me encanta! Tengo clara la imagen de tu amiga vieja, de sus ojitos de gyosha..
Esas frases sabias que son sentencias. Unas risitas pillinas, como chispitas..
Jooo, mi abuela era así, qué recuerdos..
Échate una amiga como mi abuela. Qué planazo!
♥️