Tengo muchísima sed. Después de dejar que el agua baje como una catarata por mi garganta, abriré la nevera y cogeré un trozo de la tableta de chocolate con leche de Lindt. Me lo pondré sobre la lengua y esperaré con los ojos cerrados a que el calor de mi boca lo funda hasta que ese dulzor que necesito lo llene todo. En realidad no lo haré. Estoy demasiado aturdida. Tal vez en un rato cuando acabe de identificar bien si este sofá no es mi cama y si son las cinco de la tarde en lugar de las cinco de la mañana.
Quiero seguir aquí un rato más, en la frontera de nadie. Aquí, como en medio del mar. Aquí, en este dormir despierta. «¿A dónde viajarías si ahora mismo…?», sin dejar acabar la frase respondería sin dudar: «A una siesta».
Recuerdo siestas en lugares muy diversos. Muchas de ellas en calitas. Hace unos meses, la última fuera de la isla, en la cama de un apartamento dentro de un edificio rosa en Toulousse. Antes de ese día, en el mismo viaje por Francia, bajo la sombra de unos árboles enormes de hojas plateadas en la rivera del Dordoña a su paso por el Perigord.
Elijo este destino (la siesta) por el entumecimiento de después. Esa especie de anestesia emocional en la que desemboco tras el sueño de la sobremesa. Siento un alivio singular en el letargo. Durante unos minutos (más largos que los minutos del resto del día) no me preocupa nada: ni lo que debería, ni lo que no debería. Es como si la parte del cerebro encargada del desasiego siguiera durmiendo un rato más. Soy consciente de que, en seguida, se desperezará estirando los brazos y volverán las sirenas a mi cabeza. Como casi siempre. Cuando amanezco del sueño nocturno no me pasa, me despierto entera con las sirenas ya encendidas.
El otro día, en una terraza al sol, le decía a mi hermana que «el pensamiento creativo para el trabajo, escribir e inventar… bien, pero para vivir me va regular».
Letargo mágico, senxual y emotivo. Despertar con ganas de dulce y ternura. Desperezarme al ritmo de los latidos de mi corazón.