La sobremesa del desayuno existe algunos fines de semana. Hoy, por ejemplo. Estoy escribiendo esto sobre el mantel blanco y de rayas rojas, lleno de manchas que nunca se van. Estoy en la terraza, rodeada de pinos. A lo lejos veo el mar. Detrás del horizonte opaco está la península. Cruzamos todo ese mar hace unas semanas, en nuestro viaje en coche por el Perigord Noir (Francia).
Las carreteras parecen pintadas, los paisajes, aquel grupo de abetos en una acuarela nítida, los caminos. Ese verde vibrante, cuatro, cinco cientos de tipos de pigmentos verdes. Nos llevaron de Carcasona (la cassoulet y las vistas desde el castillo) a Rocamadour. Sale de entre las copas de los árboles una montaña de roca pelada con un castillo imponente en la chepa. Como si aquel pueblo fuera un trofeo de entre la verdetud que todo lo envuelve. Y el Gouffre de Padirac, meternos en el estómago de la tierra. Con todas esas grietas y formas que nos cuentan cosas que no sabemos y están bajo nuestros pies como una montaña de platos, formando estratos, amontonando años de historia como páginas y páginas de cuadernos de estalagmitas. De camino a Sarlat, paramos también en Carennac (a veces parece que las casas se hacen sitio entre lo verde o que lo verde esconde las casa trepando por sus piedras hasta cubrirlas del todo, dejando los ojos de las ventanas únicamente al descubierto y ese olor a rosas por todas las calles —las dos calles de pueblo—).
El Dordoña serpenteando como un niño remolón bajo las sábanas de mil años de piedras. Llegar a las afueras de Sarlat. Dormir en un palomar con vistas al valle verde hasta el final de mis ojos. Y todos esos pájaros que pian dispares llenando el aire de música.
Me enamoré de Beynac et Cazenac; de La Roca Gageac; y algo menos de Domme, aunque imposible no hacerlo de las vistas que hay desde su coronilla en aquel balcón que rodea el pueblo y se abre al mundo.
Me creí troglodita en La Maison Forte, arquitecta en Lascaux y tendera de un ultramarinos en Saint-Léon-sur-Vézère.
Quise quedarme a vivir en todos los picnics que hicimos al lado del río. La ensalada de endivias. La luz que tamizada y brillante de entre las hojas verdes. La siesta en la parte de atrás del coche. El vino blanco afrutado. Los pájaros. Unas cuantas líneas de Gozo —me lo recomendó Marina de la librería La Salina en Santa Catalina. El foie y los quesos que inundan el Mercado de Sarlat. La piragua saliendo de Vitrac. Bajar lento por Castelnaud. El sonido de la pala entrando en el río, como palomitas. Las botellas de vino, ese plup al abrirlas. El chapuzón frío en el fondo y caliente en la superficie de la piscina.
Las calles hervían de gente cuando llegamos a Toulouse. De entre los callejones salían pompas llenas de voces que estallaban calientes. Fue como un abrazo largo. Los ladrillos. Comprar un croissant d’amandine y una chocolatine (aquí napolitana), pedirnos un café au lait en la barra de un bar y mojarlo todo apoyando el codo en la barra entre otros codos franceses. Creerme francesa. Decir a revoir y merci.
Comprar quesos. Mirar quesos. Oler a queso.
La cena en Franquette. Notar el sabor francés hasta en el aire. Un vino rosado. Las paredes rosas de los edificios. Huevo poché con brioche. Aquella salsa de yogur con hierbas sobre el crepe de cordero. Y el pescado navegando en un rissoto a la francesa inolvidable. Caminar por el casco antiguo sin rumbo, no querer llegar nunca a nuestra habitación. Dormir dentro de uno de esos edificios de ladrillos color mejilla. Tener de vecino al Mercado de Victor Hugo.
La Catedral de Saint Etienne, decrépita y llena de vida. Desconchándose y mostrando su barriga aladrillada. El órgano, con todos esos tubos como tuberías impolutas soplando aire llena de música. Jaime sube el paraguas como una batuta, la música se para. El sol, las nubes, el sol. Buscar el mejor croque-monsieur de la ciudad. Encontrarlo en la cocina del apartamento. Cocinar. Comer. Una copa de chardonnay. O dos. Podría vivir un tiempito en la soireé de Toulouse. Esta ciudad me está pareciendo la Osaka-el Bolonia de Francia. Imperdible.
Volver a Narbona. Comprar tielles. Dormir en Barcelona. Despertar en La Ofoodcina.
Las primeras partes de los viajes siempre se extienden detenidas en el tiempo. Las segundas partes pasan rápidas como lagartijas.
Te he echado de menos. ¿A dónde viajas tú?
PD. En menos de un mes sale uno de los viajes más fascinantes de mi vida.
Lo bonito de viajar a Francia a través de tus letras. Eres una artista. Muchas ganas de leerte en versión papel