Estoy dándole vueltas a la cabeza y a una infusión, el sonido metálico que hace la cuchara cada vez que roza la pared de la taza me relaja, es una especie de cuenco tibetano.
Hoy no tenía demasiada hambre, los pensamientos están jugando entre sí y me voy de una cosa a otra. Comidas de olla. Creo que porque, además de que hoy he dormido poco, esta mañana mientras metía las toallas en la lavadora y estiraba el edredón, he estado escuchando esto. Me gusta mucho cómo utiliza la voz Ángel Martín desde que tuvo algunas merodeando en su cabeza. Pero a veces me remueve más de la cuenta, sabes que soy una persona de papel cebolla.
Siempre, desde bien pequeña, me ha interesado sobremanera entender cómo funciona el cerebro y las emociones. No por la fiebre de exprimirlo al máximo sino por conocer todo ese entramado de cables. Cómo dan calambre algunas conexiones y qué pasa si algunos se pelan. Una inquietud que tengo en común con Rosa Montero, lo descubrí leyendo El peligro de estar cuerda.
Estoy casi segura de que sentir miedo al pensar en lo impredecible de la cabeza es algo común. El problema viene cuando nos da miedo compartir algunos miedos. Aquellos intangibles, los que parecen prohibidos. De hecho nos da miedo el miedo. Y es por eso por lo que no queremos sentirlo. Está mal visto.
Hay que compartir los miedos. Para digerir algunos y dejar paso a otros, creo que es necesario ser consciente de que hay muchas maneras de ser normal y que la locura —en todas sus formas— es también una de ellas. Ojalá las enfermedades mentales dejen de ser tabú para simplemente ser. Ángel, desde luego, está poniendo de su parte.
El otro día, en una entrevista que me hicieron, hablamos en un momento sobre la utilidad del miedo. Tengo muchos miedos —algunos grandes, otros pequeños— y uno de ellos es llegar a sentir normal el lirismo que me rodea, especialmente en esta isla.
Cuando normalizamos dejamos de ver, se vuelven trasparentes los detalles.
Por eso he decidido que este año voy a documentarla en Instagram sin pretensiones, en un proyecto que sea algo así como un diario de mediterráneos —entiendo que cada persona ve su propio mediterráneo, esta es mi forma única de mirarlo— donde se mezcle lo cotidiano: calma, comida, luz y paisaje para no olvidar nunca que lo normal es realmente extraordinario.
Me doy cuenta ahora, en esta línea, que en las últimas sobremesas he hablado de casi todos los e-lugares en los que voy a habitar este año y cómo decido hacerlo. Ha sido como poner orden inconsciente a una diógenes digital.
Gracias por otra sobremesa juntos. Y ya que estamos, como dice él: te quiero.