No hay relojes en la sobremesa. El mantel de hoy es blanco, tiene muchas manchas que dibujan formas distintas. Nunca sé como quitar del todo las manchas de mis manteles y, en cierta manera, aunque no me gusta que las veas quiero que estén porque son como firmas de todas las sobremesas que han pasado aquí; como esos libros que hay en los hoteles rurales en los que todo el mundo escribe lo bien que lo pasó. Yo quiero que este mantel —tuyo y mío— diga que hemos pasado buenos ratos con los codos sobre él, y algunos malos. Que hemos vivido. ¿Lo ves? Todos los móviles están apiñados boca abajo, incluido el tuyo.
Hay una caja de tejas sin abrir que no sé quien ha traído. También hay una servilleta de tela hecha un burruño para que no se vea toda la nostalgia que me he limpiado en ella, esa nostalgia antes estaba en mi cabeza, después en mi boca y ahora la verás aquí.
Con ocho o nueve años me enviaba cartas con una amiga que vivía en Badajoz, recuerdo el nombre del pueblo: Calzadilla de los Barros. Voy a buscarlo ahora en Google porque no sé si en realidad existe o se lo ha inventado mi memoria. Los recuerdos son como comida de aprovechamiento en la azotea, que se recicla y se rehace con lo que pilla por ahí: mira esto. Por eso creo recordar con una fina capa blanca, afiligranada y turbia aquellas cartas que me enviaba con la que fue mi mejor amiga (otro día hablamos de este término) durante un año o así.
No se rompió la amistad, ahora sé que es probable que fuera la paciencia la que se nos rompió en trocitos cuando empezaba a germinar la era de la inmediotez.
Abría la carpeta de barriga amarilla, giraba un separador y otro y otro, hasta que encontraba la carta perfumada que quería utilizar esa vez. No siempre utilizaba las cartas perfumadas, eran piezas de coleccionista. A veces arrancaba un hoja del cuaderno sin acabar del cole y cortaba —con unas tijeras de puntas redondas intentando seguir la linea muy recta— las puntillitas que se hacen en el extremo al estirar. Son como los bordes de un huevo frito pero no quedan bien en una carta.
Escribía la carta a lápiz durante toda la tarde, cerraba el sobre, mi madre chupaba el sello en el estanco (no sé por qué a nadie se le ha ocurrido ponerle sabor a fresa o a yogur o a chocolate a los reversos de los sellos) y me abría la ventanita del buzón amarillo para dejar caer ahí la carta que la imaginaba viajando en barco y después en camión.
Calzadilla de los barros existe, acabo de teclearlo y además veo que es un pueblo blanco, pequeño, precioso con una iglesia de cal que guarda un retablo que parece importante. No sé si también en alguna de sus ventanas, dentro de una caja, debajo de una cama estarán las cartas que envié.
Y a esperar a que me llegara la suya, imagino que venía en camión y después en avión hasta aterrizar debajo de la puerta de mi casa en Mallorca. No sé, ¿dos semanas después de ella la hubiera escrito? Ejercitábamos la paciencia, entendíamos la liturgia de la espera, masticábamos las cosas con más calma. Aún con nervios, dejábamos espacio a los minutos llenos de nada.
Ahora ya no existe el espacio en blanco. Siento que se ha instalado la inmediotez —la siento entre la uña y la carne— como una medida de tiempo contemporánea que atropella y arrasa. Adquirida (intuyo) como consecuencia de tener cualquier cosa a un click. Explicaciones de recetas en 30 segundos. Aquel nosequé que siempre has querido al día siguiente en casa o antes aún, ayer, lo quiero para ayer. Y los mensajes inmediatos, pim, en el bolsillo reproducidos a 2x.
Ya no le damos de comer a la paciencia. Lo queremos todo ya, ni si quiera ahora. Ya. Estamos sumergidos hasta el cuello en un tiempo que ahoga.
Inmediotez. No me he equivocado enrocando la o.
Reflexionar. Aburrirnos. Dejar de actuar como un pinball, por impulso. Masticar. Sentir cómo fermetan algunos pensamientos si les dejas madurar, que caigan como las manzanas. Caminar más despacio. Mirar al cielo. Dejar de llenar de cosas los trayectos y sentir el camino como un espacio en el que vivir; la vida no es llegar al destino. Escuchar activamente, de verdad, de corazón. Basta ya de esa milonga de escuchar al otro rumiando palabras en la boca, construyendo mentalmente las frases de lo que quieres decir cuando la otra persona haga una pausa para respirar. Escucha, hazlo de verdad. Y no hablarhablaryhablar ocupando toda la habitación y llenando todo el espacio de palabras, unas enlazadas a otras sin dejar sitio para nadie más. Ni para el silencio. Ni para la reflexión. Ni para el vacío. Aburrirse no es algo que huela a cerrado. No hacer nada puede serlo todo. Perder el tiempo, ¿qué es el tiempo?.
Cuanto más se expande el mundo, más me recojo en la dirección opuesta. Cuanto más se impone la inmediotez, más elástico y largo quiero el tiempo. El tiempo, eso que no existe pero ponemos palito a palito para inventariar la vida, para poder minutar los recuerdos y encontrarlos, encontrarnos otra vez. El GPS de todo lo que contiene el espacio.
Algunas personas llenan los minutos porque se sienten vacías. Otras comparten tiempo con ellas mismas rodeadas de gente. Y después están ese tipo de personas que me gustan —creo en peligro de extinción— que entremezclan más que palabras contigo, consigo, sin mirar el reloj, sin pensar en el tiempo, haciendo infinitas las sobremesas.
No soy muy de la sobremesa la verdad. Pero tus sobremesas, Marta, ¡estas me encantan!