Las piernas dobladas, una sobre la otra en el sofá. Las manos buscando fuego entre los muslos. Y la cabeza sobre el cojín de color arena. Tengo la tele encendida —casi nunca vemos la tele—, he puesto esto y me lo estoy comiendo de postre casi sin respirar. Me ahogo de la risa. Tengo que quitármelo de la boca a ratos, poner el pause. Los programas para no pensar, en pequeñas dosis, me resultan yoga mental para estas semanas de alpinismo intelectual. Tengo suerte de haber dado de casualidad con este refugio de montaña.
Hemos comido en la mesa chata de centro. Se eleva y se baja, como las personas. Es cómoda. Ya no queda nada sobre ella, todo es blanco. Ni restos amarillos del arroz, ni migas de pan. Sólo el cerco de un vaso de agua que me imagino como el bordillo de una piscina, quiero sentarme en el borde de esta marca y meter los pies. Notar el agua caliente, sentir cómo se me van arrugando los dedos. Acariciarme los talones después.
Hay días en los que me siento pequeña. Hoy es uno de esos días. No veo debilidad en las miniaturas. Veo detalle. Tampoco veo debilidad en la debilidad. Si no belleza. Sintiéndome pequeña, las ondas del jersey de punto fino que llevo son dunas inmensas por las que pasear suave con las yemas. Desde esta mirada se nota menos el frío, la frivolidad queda lejos.
Hacía tiempo que no me reía de una manera tan deshilachada. La barriga me tiembla como un flan. Los ojos se me han vuelto más pequeños, diminutos, dos rayas, de las que caen lágrimas igual de saladas. ¿Lloramos cuando nos reímos pero también cuando tenemos pena? Qué confusión, ¿no? Qué línea tan fina. La misma expresión con otro vestido, otro contexto. Hay algunas diferencias. Cuando lloro porque me siento triste, el agua de los ojos sale lenta y cae deslizándose buscando arrugas a las que agarrarse. En la pena los ojos no hacen pie. En cambio cuando me río, las lágrimas salen de los extremos exteriores bañándome todo el pómulo, ocupando más espacio. Desvergonzadas.
En ambos casos los ojos están muy vivos. Y las gotas saben un poquito a mar. Los ojos llueven —de risa o de pena— y se limpia el alma.
Se ha despejado. Anunciaban precipitaciones pero ya no me quedan nubes en el pecho. Un domingo sin tormentas.
¡Qué maravilla de metáfora Marta! Me quedo con que tenemos que dejar que los ojos estén vivos. Gracias por regalarnos este texto. Un abrazo grande.