Estampé el móvil contra el suelo y no se rompió. Tomé vitaminas. Me inventé un proyecto que solo existió en mis notas. Casi trabajo en Ibiza. Mandé muchos emails que empezaban por «me ha encantado e-conocerte» y fueron verdad. Hice gambones al pesto y seguí fracasando con la masa de pizza. Publiqué otra novela. Me tuvieron que operar. Dos veces. Cancelé dos viajes importantes. Encargué unas cortinas a medida. Di una charla sobre cómo escribir una novela la semana en la que tuve un bloqueo escribiendo mi novela. Quise volver a Copenhague pero solo fue un deseo. Cené en una cama en mitad del salón. Amé incomprensiblemente la coliflor. Compré un reloj. Escuché a una persona decir que las personas van como hienas. Me aparté unas semanas del mundo. Pensé que escribir es tener la casa ordenada. Leí sobre cómo funciona el cerebro y seguí sin entender muchas cosas. Dormí una semana seguida en casa de mi hermana. No dormí. Empujé las letras de una historia larga como un escarabajo pelotero. Lloré al aire libre. Probé el paté de remolacha y rábano. Escuché verdades como truños. Y me callé. Quise tener un álbum familiar en la estantería pero monté una tienda de libros en miniatura. Cerraron mi hindú favorito. Eché de menos el cordero jalfrezi. Leí en alto. Vi muy mayor a Millás y me entró miedo. Tuve las manos más calientes. Firmé en la Feria del Libro y me emocioné. Cené sola en un restaurante después de que me preguntaran si esperaba a alguien. Bailé en un festival con fiebre y dolor de huesos. Me compré unas gafas que a los dos meses dejaron de gustarme. Subí a un autobús para inspirarme observando a la gente. Me durmieron varias veces en julio. Compré una cámara de carrete y después otra. Me apunté la frase «el que tenga miedo a morir que no nazca» y la leí muchas veces. Recibí dos cartas manuscritas. Pensé en crear un club de cartas. Disfruté de un concierto en la playa de alguien a quien no conocía. Cené en Sauvage. Seguí olvidándome de muchas de las cosas que me decían. Comí menos paella. Me dolió el corazón. No fui a Madrid. Asistí a un cursito de escritura. Y después a otro. Sólo me gustó uno. Compré dos lámparas y la habitación dejó de ser la misma. Eché de menos a Bárbara pero no se lo dije. Creí que los sábados eran como llegar a una ciudad nueva. Recordé, en un programa de radio, la guerra de papá, west side story y cinema paradiso, y quise volver a tener siete años. Me imaginé impartiendo un taller de cocina y escritura. Soñé con un proyecto físico y lo creamos. Pelé muchas mandarinas. Cené con desconocidos. Utilicé demasiado la palabra «suspicacia» y me hubiese gustado no necesitarla. Me volví aún más ordenada pero toqué menos veces el interruptor de la luz. Fui a desayunar a bares nuevos. Perdí unas gafas que me gustaban. Presenté en un festival de literatura. Volví a firmar. Hice un sándwich con una ensaïmada. Descubrí que los objetos creados por el hombre pesan más que todos los seres vivos del planeta. Dormí más horas. Me regalaron un cubo de basura. Compré ocho sillas y un sofá. Congelé uvas y se convirtieron en chucherías. Lloré al abrir una caja de cartón. Pensé muchos domingos en escribir La Sobremesa pero no lo hice y acumulé esta tira de platos sin fregar.
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Tus palabras siempre me inspiran a querer escribir. Me ha encantado tu resumen de momentos de indistintos días que al final forman una vida :)
Gustazo de leerte ✨