Las palabras «contemplar» y «complacer» me bailan pastosas en la boca. Las noto rasposas, suaves y algo viscosas recorriéndome la lengua. Se esconden en las últimas muelas. Buscan recovecos húmedos en los que permanecer y anidar. Me nacen una y otra vez. Se hacen grandes. Lo ocupan todo. Hasta que decido meterme el dedo y recorrer la encía para arrancarlas de su escondite. Para que salgan como deberían. Creo que se comportan así porque no las uso bien. Es mi culpa. No hablo de pronunciación o fonética. Me refiero a la práctica de su significado. Las saco y las estampo contra la pantalla del iPad con rabia. Las busco en Google. Se entrelazan. Me estrangulan. La tercera acepción de «contemplar» es «complacer excesivamente a alguien», según la RAE.
Ahí está. Ese es mi problema.
A veces, contemplando —el mar, el cielo, la calle— me sorprendo pensando en complacerles. Mi naturaleza es la complacencia. Hacer para que otros —los que me rodean, aquellas personas importantes, el mismísimo núcleo de mi vida— sientan alegría, gusto, gozo, satistacción y orgullo. Entrego lo que sea —todo el tiempo, tiras de piel, el estómago sobre la palma de mi mano—. Elijo para elegirles.
Y eso hace que un domingo de otoño después de un chapuzón en el mar, cocinar arroz con costilla, comer arroz con costilla, quitar el mantel, servir dos vasos de agua, beberme uno, tumbarme en el sofá, abrir el iPad negro sobre mi barriga y entregarme a esta sobremesa, dude de si soy imbécil o buena. De verdad, me pregunto si soy excesivamente generosa o lo que me pasa es que vagabundeo con un cartel como un cheque en blanco que pide (a cambio de complacencia) cariño, que me acaricien la cabeza, que me dejen dormir alguna vez sobre los pies de sus camas, que me den de comer, que me digan que me quieren unas cincuenta veces al día, que piensen en mi al levantarse y al irse a dormir, que sea lo último y lo primero. Que nunca sea suficiente. Y que, al menos una vez al mes, me pasen los dedos por el lomo para quitarme el peso de los pelos muertos. Que me hagan sentir la ligereza de la contemplación sin la complacencia. Que me deshagan sus actos estas dos palabras de la boca. Que me enseñen a ser libre.
Me siento totalmente reflejada … 🌻
Desgraciadamente nos han enseñado (a nosotras, solo a nosotras) a complacer hasta el punto de olvidarnos de nosotras mismas, para dejarnos en último lugar. Es la principal forma de merecimiento que conocemos y cuando no es correspondida (como esperamos, porque siempre lo esperamos), o bien nos sale la rabia o estamos exhaustas e impotentes. Cuanto te entiendo.