No sé si quitar el mantel, es tan claro que parece que la mesa está desnuda. Hay copas largas con gotas de cava en las paredes, un cuenco con conchas de almejas como cáscaras vacías, platos llenos de manchas de las cabezas de las gambas, como cuadros de Pollock. A mi lado, una chimenea que expira música calmada. Enciéndela. El mantel tiene una frase bordada, si no puedes leerla entre líneas te la diré al final.
¿En qué momento pasó?
¿Cuándo dejaron las redes sociales de ser sociales para convertirse en un escaparate del ego? ¿Un aspirador del tiempo? ¿El espejo ondulado de muchas personas? ¿La intención de alcanzar una máquina fría de hacer dinero? ¿En qué momento dejaron las redes sociales de ser lugares de intercambio de buen rollo? ¿Cuándo fue que nos cogimos todos de los hilos que descolgaron del techo y nos convertimos en marionetas? ¿Bailando? Consumiendo en automático. Olvidando la carne que hay detrás. Y lo que hay dentro de la carne que hay detrás. Contando números en lugar de historias.
¿Cuándo las redes sociales dejaron de ser un lugar en el que entregarse sin filtros, darse sin tintas, conversar de verdad? ¿En qué momento las ristras de comentarios de producción propia fueron secuestrados por los emojis escuetos, impersonales, a veces fingidos?
He cortado los hilos que colgaban de mis muñecas. No quiero seguir jugando a las distancias, a las palabras cortas, las personas de metacrilato.
Mis redes sociales anhelan aquello por lo que nacieron. Quieren ser —vuelven a ser— habitaciones propias donde volcar y compartir lo que me nace para inspirar, conversar, descubrir, sostener y saciar las inquietudes de personas que disfrutan de la vida calmada, real, bella que existe alrededor de la mesa, sobre la mesa, bajo la mesa y de camino a la mesa. Un diario de lo ordinario. Mi forma de mirar.
La semilla de lo que alimenta no empieza en la tierra, germina en nuestro imaginario, aquello que nos mueve, por lo que tenemos hambre: de vivir, de sentir, de disfrutar, de volver. Florece en las verdades.
Los ingredientes cotidianos que —si los observas— convierten el conjunto en una realidad para ser observada. No hay un día igual, no hay una vida igual y preci(o)samente en esto encuentro lo que me acuna.
Puede que esta Sobremesa (la última del año) lleve zurcida en el mantel una promesa: vamos a ser de verdad, vamos a mirarnos a los ojos (aunque a veces no haya ojos en las fotos de perfil), vamos a compartirnos; con todas las alegrías y agujeros. Ser de verdad.
Gracias por acompañarme cada domingo en esta Sobremesa, gracias porque eres una de las patas que la sostienen. Sin ti para qué.