Hay una paellera sobre la mesa, encima de una página de periódico viejo. Estiro de una esquina y sale —llena de hollín— una entrevista que empiezo a leer cada vez con más hambre. Acabo de comer, es otro tipo de hambre. El hambre de entender.
Hacía meses que lo notaba y ahora lo leo. «El ser humano vive siempre como si se pasara la vida huyendo de un león», dice Antonio Jorge Larruy en esta entrevista que le hicieron para El Mundo. Ahora lo entiendo. Mi tensión en el cuello, cómo aprieto los dientes al dormir, el respingo de cuando suena el teléfono, ese dolor flotante en las sienes, el reciente pitido en el oído izquierdo, aquel zapateo irregular del corazón y cómo me sudan las manos al despegar: el león.
Por miedo al presente corremos hacia el futuro convencidos de que allí no habrá leones de los que huir. Que seremos quienes queremos ser tres calles más adelante.
A Marina, la protagonista de Azul salado, le coloqué la ansiedad en un montón de hormigas que de vez en cuando le subían por las manos, por las piernas o por el pecho. Hormigas que le mordían a ratos las pantorrillas pero que al sacudir las piernas no estaban allí. Eran, seguramente, hormigas que su cabeza le colocaba en algunas partes del cuerpo para avisarle de algo. Para decirle que el miedo le pellizcaba la carne: ¿que el león estaba cerca?. A pesar de la inquietud latente por algo que realmente le pasa en la novela, está gran parte de la historia yendo del pasado al futuro pero, sorprendentemente, se queda viviendo en el presente. Algo que parece realmente complicado para la mayoría de personas fuera de la ficción.
«Vivimos en un momento en el que si al ser humano le dices que no tiene futuro lo hundes. Sin embargo, le dices que está desperdiciando miserablemente el hoy y parece que no le importa tanto, porque piensa que, mientras tenga un mañana, todo está bien. Desconsideramos lo único realmente sagrado, vivo, verdadero y bello que tenemos que es el presente, convirtiéndolo en un mero y tenso trámite que hay que pasar para vivir todo lo que proyectamos en el futuro», sigue Larruy entre el tizne.
«Un trámite para vivir el futuro»… se me ha clavado en la carne. ¿Y cuándo se supone que llega el futuro? Nunca. Piénsalo. No se puede alcanzar el futuro. El presente es lo único que tenemos. Sólo existe el ahora. Ni siquiera están ahí los recuerdos del pasado.
Deberíamos meter un palo entre la rueda vertiginosa en la que nos hemos subido como sociedad. Un palo robusto hecho en masa que rompa los radios y pare las expectativas de futuro. Anclarnos al hoy. Evitar frustraciones. «El futuro no existe», me repito como un mantra al levantarme de la mesa para que no se me olvide; para que mi cabeza no tenga tentaciones de ondear la servilleta y salir corriendo hacia ese futuro que está vacío. Ese futuro hueco que nos empeñamos en llenar de allí-no-habrá-leones-que-nos-persigan y de tantas otras cosas que sólo hacemos existir en el espejismo del más adelante.
Cuando creamos llegar —si es que llegas alguna vez— nos encontraremos de nuevo con esos felinos gigantes de piel canela y echaremos a correr hacia otro futuro que nos acerque aún más al final. Hasta que, con mucha suerte, exhaustos y llenos de arrugas, ya no nos queden futuros a los que agarrarnos.
Allí, acorralados por la vejez, no nos quedará más remedio que el presente.
Qué bonito, Marta.
Adoro a Antonio J Larruy.. te lo imaginas enfadado?
Con todo lo que está pasando y el miedo en el futuro que se respira, me ha rondado la cabeza el mismo tema y también he escrito hoy sobre ello.
Sincronías chulas!