No hace viento. La luz amarilla tiñe el mantel blanco. Hay restos de todo sobre la mesa. Los platos transparentes y finales en todas partes. No hemos comido postre, me he sentado en el sofá y se me ha llenado la boca de vacíos viendo un documental de alguien que no me importa en absoluto, pero como todo —es imposible taponar mi curiosidad— me genera interés. Me atraía —deformación profesional— ver la forma técnica, aquello que lo envuelve. Buscar muchos por qués. Y responderlos todos sin certezas.
Transitar la vida es un signo abierto de interrogación. Me encanta hacerme preguntas. También me aterra.
Pero, vamos a lo importante ¿estás escuchando todo ese ruido? Para. Calla un momento. Escucha ese pitido bajito y constante. El murmullo de la pantalla de tu móvil, aquella luz que se enciende y te grita. Todas aquellas notificaciones que no son urgentes pero te causan urgencia, chillidos sordos.
¿Qué es, quién es, quién soy?
Ese desgañitarse de las redes sociales menos sociales que nunca: agujeros en los que el tiempo se esfuma y aumenta cada vez más la sordera. Nadie escucha, todos hablan. Y qué me dices del ruido insoportable de las conversaciones que ya no existen en las esperas. Nadie espera sin un móvil encendido como una bombilla en la mano. Es que, ¿ya no existen las esperas? Ese tiempo vacío que antes llenábamos de nosotros y de miradas al techo. Ahora no se mide en minutos, se mide por las veces que deslizas el dedo, ¿cuántas bandejas de likes te has llevado a la boca? Toda esa realidad de nitrógeno líquido: fría y hueca. Un trampantojo.
El otro día estábamos sentados en la mesa de un restaurante de manteles de papel y techo de fibrocemento. Un italiano donde hacen la pasta al momento y no se preocupan de la presentación de los platos. Es un sitio al que ir sin prisas, porque ellos tampoco las tienen. Donde todo es tan de verdad que respirar calienta. Pues bien, esperábamos nuestros platos: una lasaña boscaiola y unos maltagliatti a la rústica. Teníamos a dos chicos en frente, parecían amigos. Ellos también esperaban su comida. Pudieron estar esperando el plato veinte, ¿veinticinco?, puede que incluso cuarenta minutos. Y durante todo ese tiempo debieron cruzar dos palabras entre ellos y miles entre las personas —quizá desconocidas, no lo sé— que captaban su atención como un imán al otro lado de ese cachorrito rectangular que sujetaba cada uno entre sus dedos.
¿Dónde estamos habitando?
Los grandes —aquellos que no dejan que sus hijos tengan tecnología en las manos— nos construyeron una casa de los Sims en la que invitarnos a todos. La idea estaba bien. Recuerdo la primera vez que entré en Facebook. Mi mejor amiga se había ido a vivir al otro lado del mundo y lo utilizaba como lugar para intercambiar mensajes, en lugar de hacerlo por mail. Yo escribía, como siempre he hecho. Y dejaba migas en forma de microrrelatos que eran en realidad tiritas. Más tarde vinieron las propuestas. Contactar con inalcanzables. Los castings. La tele. Y las redes sociales se empezaron a convertir en un lugar al que salir para encontrar —de todo menos a una misma—, un edificio repleto de oportunidades.
Empecé a notar alguna sequía de autenticidad. Algunas personas no miraban a los ojos.
Y llegaron los primeros empachos: algunos vomitaban después de horas de vivir vidas que no eran suyas pero que lo parecían. La bulimia digital. La superpoblación y consumir a tropel. Lejos quedaban aquellos asentamientos — blogs en los que reunirnos alrededor del fuego— y ya todo era campo sin puertas, ¿quién puede ponerle puertas al campo? Todo el mundo hablando a la vez. Cada vez más iguales. Todos hablan pero nadie escucha. Y ahora al abrir la puerta de Internet a veces suena la canción más molesta del mundo.
¿Tú quieres seguir siendo parte del ruido?
Creemos un asentamiento. Construyamos una ciudad en la que hablar y escucharnos. Lo estoy intentando con esta sobremesa y aquella habitación propia. Hagamos una raya en el suelo y dibujemos un círculo. Compartamos publicaciones que sólo son fuego y verdad. Volvamos a los blogs, esos son nuestros barrios. Y veámonos en el vecindario: las redes sociales que sostienen e inspiran pero no atrapan.
Llámame nostálgica, tengo hambre de franqueza.
Acercarnos, mirarnos a los ojos. Dedicar tiempo para escuchar y reflexionar. Adoraba los relatos de tu fotolog y sigo disfrutando con tus sobremesas. Bravissima come sempre
Qué gusto encontrar en un mundo cada vez más impostado a alguien real que pone en palabras tus pensamientos. Como leer a una amiga con tus mismas inquietudes y que, además, escribe bonito 😊